España no es un país de patriotas al menos con reconocimiento público. Aquí salvo unos cuantos militares que, generalmente, se lo autoproclaman, no se piensa en civiles que dieron por la comunidad mucho más de lo que se les demandaba. Uno de esos casos es el de Suárez y valga en el día de su muerte mi modesto agradecimiento y mi llamada al estímulo de su conducta.
Suárez se enfrentó a las peores circunstancias imaginables. Tuvo que derribar un aparato fascista y militar al tiempo que inauguraba un sistema democrático y todo ello sin liarse a mandobles como enseña nuestra más repugnante tradición. Al propio tiempo se enfrentaba a una banda de asesinos que mataban sobre el pretexto de lo que, precisamente, él se trataba de desmontar. Luego siguieron matando pero ya por darse el gusto.
Suarez estuvo rodeado de lo peorcito de cada casa. Unos supuestos autonomistas que, en realidad y como el tiempo ha demostrado, no eran sino unos nazis traidores de una soberana mediocridad y unos militares que nos obligaban a pedirles clemencia cotidiana para que no dieran un golpe de Estado. Tan mediocres, o peores, que los anteriores, recuérdese a los Pita da Veiga o De Santiago, Aramburu o tantos otros, les quitabas el bigote y los uniformes, también a los civiles, y se parecían en extremo al Mono Desnudo de Desmond Morris. Vaya asco de ralea.
Suárez se enfrentó a todos y comiéndose la lengua los desactivó. Tampoco tuvo la suerte de contar con una leal oposición. Fraga y los socialistas, el primero por violento y con aires chulescos y los otros porque sólo dominan la práctica del insulto, le hicieron la vida, a él y a España, imposible. Para mayor escarnio le tocó vivir la primera etapa auténtica de la libertad de expresión y todos, absolutamente todos, la tomaron con su persona. Fue maltratado hasta el extremo. Los periódicos se fundaban con la animadversión puesta.
Cuando no pudo más se fue. Lo hizo porque su «novio» en el sentido político cambió de pareja y se paseaba del brazo con un socialista que le echaba aún más cara a la cosa. No dijo ni mú porque entendió que nadie se podía creer amigo de un Rey ya que la misión de éste es su propia supervivencia más aun después de lo que le pasó a un tal Luis XVI, al que se pasaron un pelín en un famoso afeitado. Al Rey le faltaba una función por la izquierda para poder llegar hasta la interpretación de la celebre obra de » Corina y los elefantes» y a la frase del año «lo siento pero que me quiten lo bailao».
Tuvo sus defectos pero nadie sabe si podía haber hecho otra cosa dada la situación. Lo primero fue el cafe para todos, que me ha recordado un gran amigo esta mañana, pero quíén es el guapo que no pone cafe o el que sólo invita a Arzallus y Roca I el «taimado». La que se arma es fácil de imaginar.
El segundo gran problema fue la inflación que nos dejaba deuda para varias generaciones y, en consecuencia, el paro que sufrimos. A esto se puede contestar que cómo se iban a callar, si no es con dinero, unos sindicatos asilvestrados y que contaban con el martirilogio de la dictadura. Al final los Pactos de la Moncloa, que simbolizan la paz y que constituyen todo un disparate económico de la mano de otro bravucón como Fuentes Quintana.
Suárez, por último, significó un nuevo estilo de gobernar. Se impusieron las personas jóvenes de más que sobrada preparación sobre los atildados y alcanforados personajes de la posguerra que, en el mejor de los casos, parecían recién salidos del último ejercicio de la oposición. Tuve la suerte de conocer a uno de ellos, su vicepresidente García Díez quien, en nuestros largos paseos montañeros, me contó sabrosas anécdotas a las que responden estos recuerdos. Otro tipo magnífico que respondía al arquetipo descrito. Las mejores anécdotas se referían a Paco Ordóñez, González Seara y Martín Villa. En todas había un pelín de mala leche que yo quiero asemejar a ternura. Tiempos magníficos de grandes hombres. Por cierto las más certeras palabras que he escuchado en el día de hoy sobre Adolfo las ha pronunciado, quién me lo iba a decir, el que le llamó tahúr del Mississipi, o sea, Alfonso Guerra. Vivir para ver.